Sobreturismo y nómadas digitales, o cuando la presencia del viajero se percibe como una provocación

Graciela Cutuli Avatar

Por Pierre Dumas

En los últimos años, la escena turística global ha cambiado de forma drástica. Lo que alguna vez fue una celebración de la movilidad, la diversidad cultural y la apertura de fronteras, hoy está dando paso a un creciente malestar en destinos tradicionales como España, Italia o México. Esta tensión ya no se centra solo en el surturismo —el exceso de visitantes en destinos populares—, sino en una nueva figura que genera resistencia: el nómada digital.

A diferencia del turista tradicional, que suele permanecer una o dos semanas, los nómadas digitales se instalan durante meses en los destinos. Se conectan a través de redes internacionales, trabajan de forma remota y viven en alojamientos temporarios de alta rotación, como los ofrecidos en plataformas tipo Airbnb.

Esto genera una convivencia sin vínculo social, donde la cercanía física no equivale a integración. Los residentes ven cómo se encarecen los alquileres, se interrumpe la continuidad barrial y se debilita el tejido comunitario. Se pierde no solo el hogar, sino también el derecho al arraigo.

 

Gentrificación global y desplazamiento local

El atractivo económico de los visitantes a largo plazo ha provocado una reconversión de barrios enteros. Propietarios rescinden contratos tradicionales para dedicarse al alquiler turístico. Los comercios de proximidad se adaptan a un consumo efímero. Y en muchos casos, los habitantes de siempre ya no pueden pagar para seguir viviendo en su propia ciudad.

Esta lógica de rentabilidad turística por sobre el derecho urbano se extiende como un patrón global. La gentrificación, lejos de limitarse a grandes capitales, avanza también en pueblos y zonas rurales que hoy intentan “digitalizarse” como forma de atraer inversión externa.

Esto deja a los espacios públicos más vacíos de vínculos y más llenos de consumo individual sin huella cultural. Las fiestas populares se transforman en contenido para redes sociales y la participación comunitaria se reduce a una foto bien editada para Instagram.

Nos encontramos frente a una paradoja: mientras la movilidad global es más accesible que nunca, la integración local se hace cada vez más difícil. El viajero ya no es solo alguien que visita, sino alguien que compite por el espacio, los recursos y el sentido de pertenencia.

¿Quién tiene derecho a la ciudad? ¿Cuándo un visitante deja de ser bienvenido? ¿Y qué mecanismos tienen las comunidades para poner límites a esta nueva forma de colonización temporal?

Ciudades como Barcelona, Dubrovnik, Ámsterdam, Brujas y muchas otras ya comenzaron a aplicar regulaciones: cupos turísticos, zonas restringidas a alquileres temporarios, tasas para nómadas digitales, o campañas que llaman a la convivencia respetuosa. Pero el desafío es mayor: se trata de imaginar un nuevo contrato social que equilibre movilidad, identidad, economía y derechos ciudadanos.

Viajar no debería implicar despojar a otros. Ni vivir conectado debería ser sinónimo de aislarse del entorno. Si queremos un turismo realmente sostenible y una globalización más justa, es hora de pasar del nomadismo sin raíces a una presencia con responsabilidad.

En tiempos de fronteras difusas entre lo físico y lo digital, entre el visitante y el vecino, el reto es volver a habitar sin desplazar.

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